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viernes, 4 de noviembre de 2011
De la crisis de 2001 al nuevo sistema de partidos
(publicado en la revista "Reseñas y Debates", número 69, Noviembre 2011)
Por Daniel Arroyo
Las movilizaciones populares de diciembre de 2001 pusieron en cuestionamiento una forma de pensar las relaciones entre economía, política y sociedad que se había arraigado durante largos años en la dirigencia de la Argentina. A diez años de aquellas jornadas, queda claro que la consigna “que se vayan todos” –repetida una y otra vez en aquellos días agitados–, más que impulsar el fin de la democracia delegativa, mostró una amplia demanda social por un fuerte cambio en el sistema político nacional.
Desde el retorno democrático en 1983 y hasta los meses previos a diciembre de 2001, la Argentina tenía un sistema donde se observaba una predominancia fuerte del bipartidismo. Con los reacomodamientos internos operados tras la derrota de la fórmula integrada por Ítalo Argentino Luder y Deolindo Bittel en 1983, con el surgimiento primero de fuerzas renovadoras lideradas por Antonio Cafiero y más cercanas a la socialdemocracia europea, y luego con el corrimiento hacia posiciones de derecha durante las dos presidencias de Carlos Saúl Menem, el Partido Justicialista logró recomponer sus fuerzas, mostrando su peso tanto en las provincias como en ambas cámaras legislativas. La salida precipitada del presidente Raúl Alfonsín había generado dificultades en el andar del radicalismo que, sin embargo, consiguió volver al poder con Fernando De la Rúa en 1999, a través de una alianza con fuerzas de centroizquierda y del propio peronismo.
Con todo, el sistema bipartidista ya venía mostrando sus grietas desde la misma reapertura del sistema democrático. El surgimiento de terceros partidos con proyección nacional –como el Partido Intransigente, la Unión del Centro Democrático (Ucedé) y el Frente Grande– dejaba vislumbrar, sea desde posturas de centroizquierda o de centroderecha, que este modelo binario no lograba representar a todo el arco de la opinión pública y mostraba sus fallas. Pese a esas experiencias alternativas, un politólogo que observara la realidad argentina a comienzos de los años noventa, podría haber concluido, desde una visión satelital, que había un sistema de partidos consolidado, con tibios intentos de nuevas expresiones políticas, a veces por derecha y otras por izquierda.
Sin embargo, a mediados de la última década del siglo XX, y especialmente después de la crisis económica y financiera de 1998, el sistema político comenzó a resquebrajarse de forma abrupta en la Argentina. Las elecciones legislativas de octubre de 2001 fueron el primer indicio de la explosión que se vivió dos meses más tarde. Se observó un ascenso claro del voto blanco, nulo o impugnado. Surgieron grupos que impulsaban la no participación en el acto electoral. Y otros que proponían llenar los sobres electorales con consignas o elementos que mostraran “la bronca” social contra la dirigencia política.
Y en diciembre de 2001, la Argentina vivió el pasaje de esa crisis de representación –es decir, de cierta idea de que la gente se sentía poco representada por los partidos tradicionales– hacia protestas y movilizaciones que, directamente, se podrían interpretar como simbologías de la antipolítica y la auto-representación. En otras palabras, muchos ciudadanos manifestaban no creer “nada en la política” y preferían refugiarse en la esfera íntima, engancharse con la familia, con sus hijos, con la sociedad de fomento, con las ideas barriales, pero eludiendo cualquier mecanismo representativo que tuviera vinculación con el sistema político tradicional. Aquello que, en mayor o menor medida, tuviera alguna vinculación con la política estaba asociado a la corrupción, la ingobernabilidad y el desastre económico. En esos días de diciembre el sistema político colapsó. Y, por varios años, vivió en una crisis absoluta.
Orígenes de la crisis de representación
Las formas de participación de la sociedad civil tuvieron un giro de relevancia durante la década del noventa. El modelo neoliberal apuntaba en una dirección clara: la búsqueda de la reducción del rol del Estado en el manejo de las fuerzas de la economía y la producción. Las políticas de privatización de las principales empresas públicas transfirieron buena parte de las funciones estatales hacia el mercado. Por otro lado, se impulsaron políticas de descentralización que delegaban actividades hacia el nivel municipal y hacia las propias organizaciones sociales, sin mediar una transferencia de recursos acorde al traspasamiento de esas responsabilidades antes ejercidas por el Estado nacional.
Ese cambio en la relación entre los poderes estatales y la sociedad tuvo su correlato en la crisis de representación política. Durante los 90 se terminó la política de masas articulada por las concepciones ideológicas comunes, con un fuerte componente solidario y vinculadas a una idea organicista del pueblo. Se pasó a un sistema en que la política articulaba principalmente con los medios de comunicación, los operadores y los asesores de imagen. Es decir, a un esquema que marcaba una brecha entre la “macropolítica” –que articula intereses alrededor de bienes públicos, espacios territoriales de poder y control de los aparatos partidarios– y la “micropolítica”, vinculada a las organizaciones comunitarias y los movimientos sociales con incidencia en aspectos puntuales y sectoriales. La macropolítica aparecía conformada por un umbral reducido de grupos y sectores que tenían capacidad de incidir en las grandes decisiones nacionales, mientras que la micropolítica aparecía alejada de las decisiones centrales y se desarrollaba como uno de los instrumentos principales para “amortiguar” los efectos de la crisis (Floreal Forni, Organizaciones económicas populares).
En este contexto, se produjo un lógico distanciamiento entre el sistema político y la esfera de lo social. Así, los ciudadanos planteaban su incredulidad frente a los relatos políticos. Pero esa sociedad delegaba poder y se distanciaba de lo público en un modelo que potenciaba la auto-resolución de las demandas y en donde las acciones colectivas tendían a circunscribirse a hechos puntuales (protestas sectoriales, defensa de espacios verdes o de derechos vulnerados, reivindicaciones locales, etcétera). De allí derivó el concepto de “crisis de representación”. Es decir, la idea de que los ciudadanos no se sentían representados en sus demandas, esperaban poco de lo que la política les podía dar y tendían a tratar de resolver sus problemas en el ámbito de lo social y no de lo político. Se trataba de un modelo de delegación, en el que el ciudadano votaba, delegaba el poder en su representante electo y luego se retraía a su ámbito particular. Esta situación no hacía más que aumentar la apatía y la falta de expectativas sobre lo político.
De este modo, el proceso de reformas neoliberales dejó un esquema ambiguo. Por un lado potenció la constitución de organizaciones sociales y comunitarias que buscaban “resolver” los problemas derivados de las políticas de ajuste estructural. Por otro, amplió las distancias entre la política y la sociedad, reduciendo las posibilidades de articular la acción de los diversos actores sociales.
Rupturas y continuidades
Luego de la crisis de 2001, el sistema político comenzó a reconfigurarse con distintas marchas y contramarchas. A partir de mayo de 2003, el presidente Néstor Kirchner supo leer buena parte de las demandas sociales expresadas en aquellas jornadas de diciembre y provocó fuertes variaciones sobre la forma de ejercer la gestión pública. En una conjugación de algunos elementos económicos heterodoxos y otros ortodoxos, apostó al desarrollo de la obra pública, impulsó medidas cercanas al keynesianismo y puso como pilares de su gestión el desendeudamiento y el superávit fiscal. También convirtió a la defensa de los derechos humanos en una política de Estado, encaró una profunda renovación de los jueces de la Corte Suprema, desarrolló políticas sociales amplias, desde un modelo de gestión propicio a la concentración de recursos. En síntesis, volvió a poner a la política en el centro de la toma de decisiones. Si hasta la crisis de 2001 predominaba la idea de que quien se hiciera cargo de la presidencia debía convocar a economistas, más o menos ortodoxos, pero que fueran respetados por los sectores financieros o empresarios, y luego entregarle el gobierno “llave en mano”, el kirchnerismo reconstruyó la idea de que la voluntad y la participación política podían dar batalla frente a las imposiciones del mercado. En este sentido, podría señalarse que Néstor Kirchner –y luego Cristina Fernández– son presidentes que se reconocen como actores políticos pero que, a la vez, actúan de manera distinta a los dirigentes anteriores. Al mismo tiempo que entablan lazos con organizaciones sociales que eran desconocidas como actores políticos hasta ese momento, no dudan en ignorar a ciertas instituciones tradicionales, como las cámaras empresariales, las Fuerzas Armadas, los sectores eclesiásticos, etcétera. Es decir, recuperan el valor de la política –y de la voluntad política– como un elemento clave.
En sus primeros años, el kirchnerismo apostó a la “transversalidad” y a la idea de recrear el sistema político argentino. Se buscaba llevar a la práctica la idea de un “peronismo progresista” que combinara lo popular y lo multitudinario con programas de centroizquierda (estas ideas fueron plasmadas en el libro de Torcuato Di Tella y Néstor Kirchner, Después del derrumbe: teoría y práctica política en la Argentina que viene, publicado en 2003). Se intentaba encauzar a la Argentina hacia un sistema de partidos similar a la de muchos países europeos, con dos polos fuertes: uno de centroizquierda y progresista; otro, de centroderecha y conservador. Tal vez la lectura de la correlación de fuerzas llevó a Kirchner a dejar en un plano secundario esa idea y a luchar de forma abierta por el control del Partido Justicialista.
A partir del conflicto suscitado por la resolución 125 entre el Gobierno nacional y las entidades agropecuarias, de las posteriores medidas tomadas por la presidenta y de los masivos funerales de los ex presidentes Raúl Alfonsín y –en especial– Néstor Kirchner, podría decirse que hay un resurgimiento del debate y la movilización política en el país. Y, sin dudas, hay una parte importante de la sociedad argentina a la que le interesa mucho la política, y que en ese interés por la política tensiona a través de las categorías tradicionales de derecha e izquierda. En la Argentina post 2001 hay una revalorización de lo público y ya no está mal visto que alguien tenga una militancia política. Hoy muchos creen que es adecuado participar en la escena pública, y la idea de que todos los políticos son representantes de la corrupción y la impericia, si bien tiene cierta resonancia en algunos sectores sociales, ya no es predominante como en décadas anteriores. Ya en sus primeros años de gestión, el kirchnerismo contribuyó a desmontar esa idea. La política ya no es una mala palabra, un insulto. El principal cambio es que aquellos interesados por la política, que antes tendían a hacerlo a escondidas, hoy se pueden expresar con mayor libertad. Y esa transformación posibilita que parte de las nuevas generaciones se enganchen más con la política.
Sin embargo, el grueso de la sociedad no construye su identidad en base a su pertenencia ideológica e incluso, en muchos casos, se siente “fuera” de la política. Sectores mayoritarios de la sociedad restringen su participación al acto electoral, votando a quienes creen que van a gobernar o legislar con mayor solvencia, pero sus prioridades pasan por su vida cotidiana, por las cuestiones personales y familiares. La democracia delegativa es un dato de la sociedad posmoderna. Esa lejanía de buena parte de los ciudadanos resiente esa opción de apostar a generar un partido de masas, al menos pensado en los términos que fueron visibles durante el siglo XX.
El contacto entre política y sociedad tiene hoy, además, a un nuevo actor privilegiado: los medios masivos de comunicación, transformados, a su vez, por las nuevas tecnologías de la conectividad. Un político que necesita hacerse conocido para intervenir con cierto grado de incidencia en el debate público requiere tener presencia en los espacios radiales y televisivos. Entonces, la acción de la política adquiere una modalidad distinta a la de años atrás.
De todas formas, debería considerarse posible –y necesaria– la construcción de un nuevo sistema con partidos que tengan marcos conceptuales e ideologías medianamente razonables para una sociedad con características ligadas a la posmodernidad. Y sí debería considerarse posible –y necesario– la religazón de la sociedad y sus líderes, a través de un reestablecimiento de la confianza. En cierta forma, un sistema similar al que impera en las democracias europeas, con partidos mayoritarios, que tenga rumbos ideológicos diferenciados. Pero en la Argentina, en cambio, la división parece darse entre partidos populares y partidos de clase media. El componente distintivo es que nadie se identifica como de derecha, ni siquiera de centroderecha. En la historia argentina, los que se autodenominaron de derecha han proporcionado diversas catástrofes económicas, políticas y sociales. El modelo conservador, el modelo liberal oligárquico que predominó hasta los años cuarenta, fue fraudulento y tuvo fuertes elementos represivos de la vida social. Y la última dictadura, con su saldo horroroso de desaparecidos y exiliados, y su modelo económico aperturista y alocado, han marcado a fuego en el pueblo argentino el concepto de que la derecha está relacionada a políticas excluyentes y violentas. Sin dudas, deberán pasar aún muchas décadas en la Argentina para que alguien pueda decirse de derecha y que la sociedad no interponga una prevención tan fuerte como la actual.
Con el resurgimiento del debate político acontecido en los últimos años, gran parte de la población está dispuesta a escuchar, a ver y a analizar las propuestas que se presentan en la mesa de discusión. Pero, como dijimos, ese interés por la política no debe interpretarse como un retorno de forma mayoritaria de la doctrina partidaria como elemento constructor de identidades. La particularidad del peronismo, al que todos los dirigentes parecen suponer como el instrumento adecuado para llegar al poder, sin dudas introduce un elemento diferenciador en la política nacional. El peronismo opera como una maquinaria electoral en general muy eficiente, con muchos intendentes, estructuras consolidadas, unidades básicas y trabajo territorial permanente. Muchos se sienten “peronistas”, pero se trata de una marca identitaria fraccionada y diluida. Ya no es un movimiento que ocupa los sentimientos y los espacios cotidianos de la vida de las personas, como sí lo fue –junto al radicalismo– durante buena parte del siglo XX.
Hoy, entonces, no parece posible la idea de un partido de masas, de carácter movimientista, que genere ideologías fuertes y que se vuelva permeable en todos los espacios sociales. Con un rotundo respaldo al Frente para la Victoria en las elecciones primarias, la Argentina marcha hacia un nuevo sistema, más o menos fraccionado. La sociedad posmoderna en la que vivimos le da un rol determinado a la política, un espacio limitado. Hoy se le da mucho más relevancia a la vida privada, a la vida cotidiana, al cuidado del cuerpo. Y, en ese sentido, un nuevo sistema de partidos en la Argentina debe aspirar a recuperar la credibilidad y a ocupar con eficacia distributiva y orientación de desarrollo ese espacio determinado que la sociedad le otorga.