(publicado en la Revista del Isel, diciembre de 2011)
Por Daniel Arroyo
Las movilizaciones populares de diciembre de 2001 pusieron en cuestionamiento una forma de pensar las relaciones entre economía, política y sociedad que se había arraigado durante largos años en la dirigencia de la Argentina. La consigna “Que se vayan todos” –repetida una y otra vez en aquellos días agitados- más que impulsar el fin de la democracia delegativa, hoy, a diez años de aquellas jornadas, mostraron la amplia demanda social de un fuerte cambio en el sistema político nacional.
Desde el retorno democrático en 1983 y hasta los meses previos a diciembre de 2001, la Argentina tenía un sistema donde se observaba una predominancia fuerte del bipartidismo. Con los reacomodamientos internos operados tras la derrota de la fórmula integrada por Ítalo Argentino Luder y Deolindo Bittel en 1983, con el surgimiento primero de fuerzas renovadoras más cercanas a la socialdemocracia europea, y luego con el corrimiento hacia posiciones de derecha durante las dos presidencias de Carlos Saúl Menem, el Partido Justicialista logró recomponer sus fuerzas, mostrando su peso tanto en las provincias como en ambas cámaras legislativas. La salida precipitada del presidente Raúl Alfonsín había generado dificultades en el andar del radicalismo que, sin embargo, consiguió volver al poder con Fernando De la Rúa en 1999, a través de una alianza con fuerzas de centroizquierda y del propio peronismo.
Ese sistema bipartidista, sin embargo, ya venía mostrando sus grietas desde la misma reapertura del sistema democrático. El surgimiento de terceros partidos con proyección nacional –como el Partido Intrasigente, la Unión del Centro Democrático (Ucedé) y el Frente Grande-, venían demostrando, sea desde posturas de centroizquierda o de centroderecha, que este modelo binario no lograba representar a todo el arco de la opinión pública y que dejaba mostrar sus fallas. Pese a esas experiencias alternativas, un politólogo que observara la realidad política argentina a comienzos de los años noventa, podía concluir, desde una visión satelital, que había un sistema de partidos consolidado, con tibios intentos de nuevas expresiones políticas, a veces por derecha, y otras por izquierda.
Sin embargo, a mediados de la última década del siglo XX, y especialmente después de la crisis económica y financiera de 1998, el sistema político comenzó a resquebrajarse de forma abrupta en la Argentina. Las elecciones legislativas de octubre de 2001 fueron el primer indicio de la explosión que se vivió dos meses más tarde. Se observó un ascenso claro del voto blanco, nulo o impugnado. Surgieron grupos que impulsaban la no participación en el acto electoral. Y otros que proponían llenar los sobres electorales con consignas o elementos que mostraran “la bronca” social contra la dirigencia política.
Y en diciembre de 2001, la Argentina vivió el pasaje de esa crisis de representación –es decir, de cierta idea de que la gente se sentía poco representada por los partidos tradicionales-, hacia protestas y movilizaciones que, directamente, se podrían interpretar como simbologías de la antipolítica y la autorepresentación. En otras palabras, muchos ciudadanos manifestaban no creer “nada en la política” y preferían refugiarse en la esfera íntima, engancharse con la familia, con sus hijos, con la sociedad de fomento, con las ideas barriales, pero eludiendo cualquier mecanismo representativo que tuviera vinculación con el sistema político tradicional. Aquello que, en mayor o menor medida, tuviera alguna vinculación con la política estaba asociado a la corrupción, la ingobernabilidad y el desastre económico. En esos días de diciembre de 2001, cualquier persona vestida con traje y corbata que necesitara pasar por el frente del Congreso de la Nación, corría el riesgo de ser agredido, si era identificado como potencial asesor de un diputado. Y esas escenas, efectivamente, ocurrieron. La crisis de representación se corporizaba en acciones concretas: se creía que todos los que estaban asociados con la función pública se enriquecían de forma ilegal, a través de coimas y negociados espurios. La visión mayoritaria era que todos los que estaban en política no dudaban en privilegiar los intereses propios por sobre el bien común. Mientras, el resto de la gente tenía que trabajar, sufrir y deslomarse para vivir.
En ese diciembre de 2001, un sistema político que se creía consolidado hasta poco tiempo atrás, colapsó. Y, por varios años, vivió en una crisis absoluta.
ORÍGENES DE LA CRISIS DE REPRESENTACIÓN
Las formas de participación de la sociedad civil tuvieron un giro de relevancia durante la década del noventa. Las razones de esas modificaciones se encuentran, por un lado, en la consolidación del proceso democrático, tras los primeros años turbulentos que se vivieron durante el gobierno de Raúl Alfonsín, asediado una y otra vez por levantamientos de distintos sectores de las Fuerzas Armadas. Por otro, en el cambio en la relación entre el Estado y la sociedad impulsado durante las dos presidencias de Carlos Menem.
El modelo neoliberal implementado en los años noventa apuntaba en una dirección clara: la búsqueda de la reducción del rol del Estado en el manejo de las fuerzas de la economía y la producción. Las políticas de privatización de las principales empresas públicas transfirieron buena parte de las funciones estatales hacia el mercado. Por otro lado, se impulsaron políticas de descentralización que delegaban actividades hacia el nivel municipal y hacia las propias organizaciones sociales, sin mediar una transferencia de recursos acorde al traspasamiento de esas responsabilidades antes ejercidas desde el Estado nacional.
El paradigma de la época indicaba que había que ajustar y achicar el gasto público, flexibilizar el mercado laboral y esperar inversiones hacia los mercados emergentes que en algún momento pudieran derramar beneficios para los más pobres. Se imponía la aplicación de los lineamientos del Consenso de Washington (1989), que prescribían la apertura unilateral de la economía, la reforma del Estado, la privatización de empresas públicas, la reforma fiscal, las desregulaciones, la disminución del gasto público, el mantenimiento del equilibrio de los índices macroeconómicos y la flexibilización laboral.
Bajo esta perspectiva, se observaban diferencias importantes en las consecuencias del retiro del Estado de sus anteriores funciones: por un lado, en el caso de los programas de privatización y concesión de servicios, se trasladaron actividades rentables hacia el sector privado; por otro, la implementación de programas sociales se dejó en manos de las instancias de los gobiernos locales (incluidos los servicios de salud y educación) y también de las organizaciones no gubernamentales, que debían dar cuenta de gran parte de los problemas derivados de la crisis de integración social y del aumento de la exclusión generados por el propio ajuste estructural .
Ese cambio en la relación entre el Estado y la sociedad tuvo su correlato con la crisis de representación política a la que nos veníamos refiriendo desde el comienzo de este artículo. Durante los años noventa, se terminó la política de masas articulada por las concepciones ideológicas comunes, con un fuerte componente solidario, y vinculada a una idea organicista del pueblo. Se pasó a un sistema en que la política articulaba principalmente con los medios de comunicación, los operadores y los asesores de imagen. Es decir, a un esquema que marcaba una brecha entre la “macropolítica” –que articula intereses alrededor de los bienes públicos, espacios territoriales de poder y control de los aparatos partidarios- y la “micropolítica”, vinculada a las organizaciones comunitarias y los movimientos sociales con incidencia en aspectos puntuales y sectoriales. La macropolítica aparecía conformada por un umbral reducido de grupos y sectores que tenían capacidad de incidencia en las grandes decisiones nacionales, mientras que la micropolítica aparecía alejada de las decisiones centrales y se desarrollaba como uno de los instrumentos principales para “amortiguar” los efectos de la crisis .
En este contexto, se produjo un lógico distanciamiento entre el sistema político y la esfera de lo social. Así, los ciudadanos planteaban su incredulidad frente a los relatos políticos. Pero esa sociedad delegaba poder y se distanciaba de lo público en un modelo que potenciaba la auto-resolución de las demandas y en donde las acciones colectivas tendían a circunscribirse a hechos puntuales (protestas sectoriales, defensa de espacios verdes o de derechos vulnerados, reivindicaciones locales, etcétera).
De allí, derivó el citado concepto de “crisis de representación”, de la idea de que los ciudadanos no se sentían representados en sus demandas, esperaban poco de lo que la política les podía dar y tendían a tratar de resolver sus problemas en el ámbito de lo social y no de lo político. Se trataba de un modelo de delegación, en el que el ciudadano votaba, delegaba el poder en su representante electo y luego se retraía a su ámbito particular.
Esta situación no hacía más que aumentar la apatía y la falta de expectativas sobre lo político. En la década del noventa, la política estaba asociada a la corrupción y cualquiera que dijese que militaba en un partido político o que estaba en la función público, estaba brutalmente mal visto. Además, la asociación de que “lo privado era bueno y lo público era malo” hacía que el empleado público, aunque no tuviera ninguna pertenencia política, se escondiera porque podía quedar mal parado frente al resto de la sociedad. Recuerdo que empecé a estudiar la carrera de Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires en 1986. En los últimos años de estudio, la gente me miraba y me preguntaba por qué estudiaba eso, para qué, si era una porquería. No había ningún valor en la política.
De este modo, el proceso de reformas neoliberales dejó un esquema ambiguo. Por un lado, potenció la constitución de organizaciones sociales y comunitarias que buscaban “resolver” los problemas derivados de las políticas de ajuste estructural. Por otro, amplió las distancias entre la política y la sociedad, reduciendo las posibilidades de articular la acción de los diversos actores sociales.
En este esquema, es necesario señalar que, asimismo, se consolidó la fragmentación de la estructura social que se había generado durante la última dictadura militar (1976-1983). La red social con amplia presencia estatal que se había tejido desde las primeras décadas del siglo XX y que se había fortalecido durante los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón, entró en crisis a mediados de los años setenta con las políticas antipopulares aplicadas por el gobierno autoritario. Frente a este desmembramiento del tejido social, surgieron en la sociedad formas de organización diferentes a las que habían sido tradicionales en la Argentina. Ya no se trataba de la gran movilización y demanda del conjunto de los trabajadores, sino del surgimiento de movimientos que se desarrollan en base a temas específicos y en donde se priorizaban el espacio de lo local, la sobrevivencia económica y la no vinculación con la política partidaria .
RUPTURAS Y CONTINUIDADES
Luego de la crisis de 2001, el sistema político comenzó a reconfigurarse con distintas marchas y contramarchas. A partir de mayo de 2003, el presidente Néstor Kirchner supo leer buena parte de las demandas sociales expresadas en aquellas jornadas de diciembre y provocó fuertes variaciones sobre la forma de ejercer la gestión pública. En una conjugación de algunos elementos económicos heterodoxos y otros ortodoxos, apostó al desarrollo de la obra pública, impulsó medidas cercanas al keynesianismo y puso como pilares el desendeudamiento y el superávit fiscal. También convirtió a la defensa de los derechos humanos en una política de Estado, encaró una profunda renovación de los jueces de la Corte Suprema, desarrolló políticas sociales amplias, desde un modelo de gestión propicio a la concentración de recursos. En síntesis, volvió a poner a la política en el centro de la toma de decisiones.
Si hasta la crisis de 2001 predominaba la idea de que quien se hiciera cargo de la presidencia debía convocar a economistas, más o menos ortodoxos, pero que fueran respetados por los sectores financieros o empresarios, y luego entregarle el gobierno “llave en mano, el kirchnerismo reconstruyó la idea de que la voluntad y la participación política podían dar batalla frente a las imposiciones del mercado.
En este sentido, podría señalarse que Néstor Kirchner –y luego Cristina Fernández- son presidentes que se reconocen como actores políticos pero que, a la vez, actúan de manera distinta a los dirigentes anteriores. Al mismo tiempo que entablan lazos con organizaciones sociales que eran desconocidas como actores políticos hasta ese momento, no dudan en ignorar a ciertos instituciones tradicionales, como las cámaras empresariales, las Fuerzas Armadas, los sectores eclesiásticos, etcétera. Es decir, recuperan el valor de la política y de la voluntad política como un elemento clave.
En sus primeros años, el kirchnerismo apostó a la “transversalidad” y a la idea de recrear el sistema político argentino. Se buscaba llevar a la práctica la idea de un peronismo progresista que combinara lo popular y lo multitudinario, con programas de centroizquierda. Se intentaba encauzar a la Argentina hacia un sistema de partidos similar a la de muchos países europeos, con dos polos fuertes: uno de centroizquierda y progresista; otro, de centroderecha y conservador. Tal vez la lectura de la correlación de fuerzas, llevó a Kirchner a dejar en un plano secundario esa idea y a luchar de forma abierta por el control del Partido Justicialista.
Una primera lectura, sin la distancia histórica necesaria, podría indicar que en la última década, el kirchnerismo supo leer ciertas demandas sociales que habían irrumpido en el 2001 y logró reconstruir cierto paradigma de la representación política, pero sin que se termine de recomponer o se construya un nuevo sistema de partidos. Es decir, después de 2003 se reconstruyó el valor de la política como elemento articulador de los conflictos económicos y sociales, pero no se logró configurar un sistema vigoroso de partidos.
Durante este 2011, año eminentemente electoral, con renovación amplia de cargos ejecutivos y legislativos, en los tres niveles del Estado, cualquier persona que camine por las calles de la Argentina, verá un bombardeo incesante de propagandas de múltiples candidatos. Se enfrentará una infinidad de cartelería política, se agudiza la mirada se notará que gran parte de esos candidatos se postula sin ninguna estructura política consolidada que lo promueva; y sin que quede claro a qué tipo de candidatura aspiran. Sobresale la imagen de los candidatos, sus rostros, algunas ideas y eslóganes, pero la identificación partidaria queda en un segundo plano. Son candidatos que apuestan a valer por sí mismos y que intentan tener algún lugar en la política claro. Las dificultades para recomponer un sistema de partidos luego de la grave crisis de representación que hizo eclosión en el 2001 hace que aún no estén claras cuáles son las reglas para acceder al centro de la decisión política, aún no queda claro cómo hace aquel que quiere ingresar en una estructura partidaria. Y, de hecho, esas estructuras partidarias tradicionales presentan aún múltiples fracciones y desprendimientos.
JUGADAS Y LÍMITES
Con la apuesta por la transversalidad, el kirchnerismo intentó crear un nuevo sistema de partidos, en el que se imaginaba como un nuevo movimiento de mayorías que podría dar un vuelco importante en la historia política argentina. En la década de 1930, el yrigoyenismo había logrado amalgamar elementos innovadores con otros preexistentes y se había convertido en la fuerza progresista que sintonizaba el espíritu de la época. En el mismo sentido, el peronismo, a partir de 1945, amalgamando expresiones de izquierda y de derecha, con rasgos más transformadores, y otros más tradicionales, también había conseguido posicionarse como un movimiento amplio, cuyos ecos llegan hasta la actualidad. Y, en el mismo sentido, el kirchnerismo se imaginaba como una expresión fundante, que buscaba juntar “todos los buenos” que estaban en la política, fueran del radicalismo, del socialismo, de partidos de centro o de izquierda, o de expresiones independientes. El kirchnerismo buscaba fundar un partido y un sistema nuevo, a través de una lectura que parecía plausible ante la grave situación que vivía el país en los primeros años del nuevo siglo.
Sin embargo, ese sistema no logró cuajar con fuerza por una serie de razones, sin duda complejas, algunas coyunturales, y otras más de tipo estructural. En primer lugar, el estilo de conducción de gobierno tan cerrado, tal vez necesario ante la grave crisis económica y social que vivía el país, hizo difícil que quienes quisieran sumar sus aportes al nuevo proyecto, pudieran hacerlo sin mayores obstáculos. Pero más allá de ese aspecto circunstancial, es necesario dar cuenta que, en la actualidad, se vive en una sociedad posmoderna, con democracias de baja intensidad, en la que las personas deciden no ponerle del todo el cuerpo a las cosas, y en especial a aquellas cuestiones ligadas a lo público. Bajo esta nueva realidad, en el marco de la actual sociedad argentina, no aparece con tanta claridad la posibilidad de construir un movimiento político de identidades tan fuertes como en su momento fueron el yrigoyenismo y el peronismo. Tal vez, aquel sistema que imaginaba el kirchnerismo en sus primeros años, estaba más relacionado con una sociedad moderna y de ideologías fuertes que con una sociedad posmoderna.
Hasta los años setenta, en la Argentina primaba lo que se denomina el “voto camiseta” o “voto militancia”. Es decir, la política generaba una identidad fuerte y de forma masiva en la sociedad. No sólo porque se votaba a un determinado partido, sino porque esa pertenencia ideológica redundaba en una manera determinada de pensar y de vivir, una forma de pararse frente al trabajo y la familia, al mismo tiempo que generaba una red determinada de amistades.
EL CAMBIO EN LAS FORMAS DE PARTICIPACIÓN
En los años noventa, mucha gente que podría haber participado de forma activa en la política, y haber trabajado de acuerdo a ese interés por lo público, frente a la catástrofe de las instituciones estatales, deriva su intervención hacia las organizaciones no gubernamentales, las sociedades de fomento, o los distintos grupos de defensa de derechos sectoriales o ecológicos. Es decir, hay un repliegue de lo político hacia lo social. Esa participación sectorial o local es una característica de los años noventa, donde se observa una necesidad de volcarse al barrio, a la ecología, a la radio comunitaria. En esa década, los jóvenes de clase media tendían a vincularse con ese tipo de participación.
Un dato novedoso de esa década fue la desocupación. Y esa situación crítica creó un nuevo sector, que no tenía representación hasta ese momento. El sindicalismo tardó mucho en entender ese fenómeno irruptivo y en tratar de generar una vinculación con esos nuevos actores sociales. Si bien la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) lo comprende con mayor rapidez, esa falta de reacción sindical dio pie al surgimiento de los movimientos de desocupados, también conocidos como “grupos piqueteros”. En el marco de la alta desocupación y la crisis económica, esos grupos tuvieron un rol claro: lograron volver visible la pobreza y la exclusión económica creciente. Sin embargo, en los últimos años, con la recuperación de la economía, las changas y el trabajo informal, y la presencia activa del Estado con planes sociales masivos, la desocupación perdió peso como eje articulador de distintas expresiones sociales. En este nuevo contexto, sí actúan como elemento conector la reivindicación de ciertos derechos, las demandas ambientales, la calidad del trabajo y la lucha contra la corrupción, pero no la desocupación .
Con todo, buena parte de esas expresiones, provenientes de la sociedad movilizada e interesada por lo público, comenzó a replantearse en los últimos años si con esa tarea en las organizaciones sociales alcanza. Comienza a extenderse la pregunta de si no habría que articular esa acción con el Estado y los partidos políticos. Se plantea que para que las cosas cambien de verdad es necesario participar en la política. Y, entonces, empieza a volcar sus actividades nuevamente hacia el campo de lo político. Estamos frente a un intento de consolidar organizaciones de tipo sociopolíticas. Es decir, organizaciones de derechos humanos, de luchas ambientales, de defensa de cuestiones barriales, que necesitan tener una conexión con la política, aunque no necesariamente a partir del seguimiento o el involucramiento con un partido o un candidato determinado. La idea es que hoy existen más movimientos de la sociedad civil o del tercer sector que buscan ya no incidir sino cambiar e intervenir de forma activa sobre las políticas públicas.
La idea que predomina en la Argentina es que para que las cosas sucedan hay que estar involucrado con las políticas públicas. Entonces, las organizaciones buscan tener un impacto concreto e importante sobre la administración estatal de la cosa pública. Es decir, prevalece la idea de que si no se mete presión la cosa no funciona, y que no sólo hace falta una ley para que las cosas cambien. La gran diferencia entre el trabajo de las organizaciones y el Estado es de escala. Una organización tiene incidencia barrial o temática, pero su tarea no alcanza para dar vueltas la realidad. El único actor que tiene esa capacidad de transformación es el Estado. Si se quieren transformaciones masivas, con la sociedad civil no alcanza.
UN NUEVO SISTEMA DE PARTIDOS
A partir del conflicto suscitado por la resolución 125 entre el Gobierno nacional y las entidades agropecuarias, las posteriores medidas tomadas por la presidenta Cristina Kirchner, los masivos funerales de los ex presidentes Raúl Alfonsín y, en especial, Néstor Kirchner, podría decirse que hay un resurgimiento del debate y la movilización política en el país. Y, sin dudas, hay una parte importante de la sociedad argentina a la que le interesa mucho la política; y que en ese interés por la política, tensiona a través de las categorías tradicionales de derecha e izquierda. En la Argentina post 2001, hay una revalorización de lo público y ya no está mal visto que alguien tenga una militancia política. Hoy muchos creen que es adecuado participar en la escena pública; y la idea de que todos los políticos son representantes de la corrupción y la impericia, si bien tiene cierta resonancia en algunos sectores sociales, ya no es predominante como en décadas anteriores. Ya en sus primeros años de gestión, el kirchnerismo contribuyó a desmontar esa idea. La política ya no es una mala palabra, un insulto. El principal cambio es que aquellos interesados por la política, que antes tendían a hacerlo a escondidas, hoy se pueden expresar con mayor libertad. Y esa transformación posibilita que parte de las nuevas generaciones se enganchen más con la política.
Sin embargo, el grueso de la sociedad no construye su identidad en base a su pertenencia ideológica e incluso, en muchos casos, se siente “fuera” de la política. Sectores mayoritarios de la sociedad restringen su participación al acto electoral, votando a quienes creen que va a gobernar o legislar con mayor solvencia, pero sus prioridades pasan por su vida cotidiana, por las cuestiones personales y familiares . La democracia delegativa es un dato de la sociedad posmoderna. Esa lejanía de buena parte de los ciudadanos, resiente esa opción de apostar a generar un partido de masas, al menos pensado en los términos que fueron visibles durante el siglo XX.
El contacto entre política y sociedad tiene hoy, además, a un nuevo actor privilegiado: los medios masivos de comunicación, transformados, a su vez, por las nuevas tecnologías de la conectividad. Un político que necesita hacerse conocido para intervenir con cierto grado de incidencia en el debate público requiere tener presencia en los espacios radiales y televisivos . Entonces, la acción de la política adquiere una modalidad distinta a la de años atrás. Hoy, también tiene injerencia, en la elección de un candidato o de un funcionario, que sean personas que tengan una buena dicción, que sepan articular un discurso que tenga impacto en la sociedad. La política, entonces, se transforma en una profesión específica, porque requiere de mucho tiempo y preparación. Hay que estudiar para adquirir esas nuevas habilidades requeridas por los medios, con códigos de lenguaje y maneras innovadoras.
De todas formas, debería considerar posible –y necesaria- la construcción de un nuevo sistema con partidos que tengan marcos conceptuales e ideologías medianamente razonables para una sociedad con características ligadas a la posmodernidad. Y sí debería considerarse posible –y necesario- la religazón de la sociedad y sus líderes, a través de un reestablecimiento de la confianza. En cierta forma, un sistema similar al que impera en las democracias europeas, con partidos mayoritarios –en el caso español, el Partido Socialista Obrero Español, el Partido Popular, y luego una abanico amplio de expresiones de derecha, de izquierda o con fuerte impronta regionalista-, que tenga rumbos ideológicos diferenciados. Pero en la Argentina, en cambio, la división parece darse entre partidos populares y partidos de clase media. El componente distintivo es que nadie se identifica como de derecha, y ni siquiera de centroderecha. En la historia argentina, los que se autodenominaron de derecha, han proporcionado diversas catástrofes, económicas, políticas y sociales. El modelo conservador, el modelo liberal oligárquico que predominó hasta los años cuarenta, fue fraudulento y tuvo fuertes elementos represivos de la vida social. Y la última dictadura, con su saldo horroroso de desaparecidos y exiliados, y su modelo económico aperturista y alocado, han marcado a fuego en el pueblo argentino el concepto de que la derecha está relacionada a políticas excluyentes y violentas. Sin dudas, deberán pasar aún muchas décadas en la Argentina para que alguien pueda decirse de derecha y que la sociedad no interponga una prevención tan fuerte como la actual.
Con el resurgimiento del debate político acontecido en los últimos años, gran parte de la población está dispuesta a escuchar, a ver y a analizar las propuestas que se presentan en la mesa de discusión. Pero, como dijimos, ese interés por la política no debe interpretarse, de forma mayoritaria, como un retorno de la doctrina partidaria como elemento constructor de identidades. La particularidad del peronismo, al que todos los dirigentes parecen suponer como el instrumento adecuado para llegar al poder, sin dudas introduce un elemento diferenciador en la política nacional. El peronismo opera como una maquinaria electoral en general muy eficiente, con muchos intendentes, estructuras consolidadas, unidades básicas y trabajo territorial permanente. Muchos se sienten “peronistas”, pero se trata de una marca identitaria fraccionada y diluida. Ya no es un movimiento que ocupa los sentimientos y los espacios cotidianos de la vida de las personas, como sí lo –junto al radicalismo- durante buena parte del siglo XX.
Hoy, entonces, no parece posible la idea de un partido de masas, de carácter movimientista, que genere ideologías fuertes y que se vuelva permeable en todos los espacios sociales. La Argentina marcha hacia un nuevo sistema, más o menos fraccionado. La sociedad posmoderna en la que vivimos le da un rol determinado a la política, un espacio limitado. Hoy, se le da mucho más relevancia a la vida privada, a la vida cotidiana, al cuidado del cuerpo. Y, en ese sentido, un nuevo sistema de partidos en la Argentina de aspirar a recuperar la credibilidad y a ocupar con eficacia distributiva y orientación de desarrollo ese espacio determinado que la sociedad le otorga.