(Publicado en Revista "Reseñas y Debates" Nº63, Marzo de 2011)
Daniel Arroyo
Una de las problemáticas sociales más importantes en la Argentina de hoy es la situación de los 900.000 jóvenes de 16 a 24 años que no estudian ni trabajan. La transformación de esta realidad es clave no sólo para cumplir con sus derechos, sino también para definir qué país queremos para los próximos 20 años.
La atención específica y adecuada destinada a los adolescentes y jóvenes es una deuda pendiente en la mayoría de los países del mundo, sobre todo en los más pobres y con mayores índices de desigualdad. Cómo hacer para que aquellos que están fuera del sistema puedan revertir su realidad actual y construir mejores futuros, representa un gran desafío técnico y político.
Cuando hablamos de jóvenes que no estudian ni trabajan nos referimos a chicos y chicas que, en plena edad de desarrollo no hacen nada, o que entran y salen del trabajo y de la escuela con mucha frecuencia, es decir, que no logran sostenerse en el sistema laboral ni en el sistema educativo.
Si miramos de cerca el problema vinculado a la inclusión en el sistema laboral, advertimos algo complejo de modificar por su raíz cultural: los chicos no tienen problemas para aprender la tarea en sí misma sino con la rutina del mundo del trabajo, es decir, con la continuidad de la tarea en el tiempo. El problema de los jóvenes pobres no es entender cómo hacer un trabajo, sino el hecho de ir a trabajar todos los días 8 horas. Para entenderlo y diseñar las estrategias adecuadas para cambiarlo es necesario ubicar esta problemática en el contexto histórico y recordar que muchos de estos jóvenes no han visto ni a sus padres o madres, ni a su abuelo trabajar.
En el mismo sentido es necesaria una reforma del sistema educativo que revise los objetivos de la escuela secundaria y el nivel terciario y los ponga en línea con los sectores productivos estratégicos.
El hacinamiento y las adicciones son otros dos graves problemas vinculados a esta realidad: el ciclo que suele repetirse en los grandes centros urbanos es el de un chico que comienza estando hacinado en su casa, se va a la esquina porque hay más lugar y mejores condiciones, ahí empieza a consumir porque todos lo hacen y luego comienza a endeudarse. Y en ese momento es cuando muchas veces se le acerca una persona a ofrecerle alguna alternativa ilegal para cancelar su deuda. Este ciclo, que ocurre de diversas maneras, suele ser de unos seis meses en el Conurbano Bonaerense y los Grandes Centros Urbanos en nuestro país. Esta es la realidad en la que muchos jóvenes son víctimas y que se completa con la estigmatización por parte de gran parte de la sociedad, muchas veces alimentada por las noticias de los medios de comunicación, marcando a ese joven como el culpable de la inseguridad.
Los jóvenes y el delito
Tenemos que trabajar para romper con la falsa creencia, instalada socialmente, que el problema de la inseguridad tiene que ver con los jóvenes. La Provincia de Buenos Aires tiene quince millones de habitantes, de los cuales sólo hay 600 chicos privados de libertad por cometer delitos graves y mil setecientos por cometer delitos leves. Esto quiere decir que el problema de la inseguridad tiene que ver con otros factores como la desigualdad, principalmente, pero también con las Fuerzas de Seguridad, las redes delictivas y de narcotráfico.
En este sentido, retomando el análisis sobre la realidad de los adolescentes y jóvenes en Argentina, podríamos preguntarnos si con prevención solamente se resuelve el problema; si alcanza con cambiar una ley o exclusivamente dar educación; si los jóvenes que cometen delitos son sólo víctimas de un sistema que los excluye y que nada es posible para cambiarlo. Por supuesto que no. Hay mucho trabajo por hacer con y para los jóvenes infractores. Y la complejidad de este escenario amerita evitar tanto las frases hechas como la reducción de la discusión a la edad de imputabilidad de las personas que cometen delitos.
Para diseñar las políticas necesarias con el objetivo de modificar la realidad de estos adolescentes y jóvenes es preciso tener una mirada integral, que evite todo reduccionismo posible.
Las estadísticas dan cuenta que los jóvenes que cometen delitos no son en absoluto la mayoría en el mundo de la delincuencia. Suponer que los chicos son los que cometen más delitos no se corresponde con ningún dato de la realidad, sino con una sensación construida en gran parte por la infinita reproducción mediática de algunos casos muy dolorosos protagonizados por jóvenes.
El debate y la definición sobre el sistema penal juvenil en el país ya no puede seguir retrasándose. Es imperioso instalar un sistema de justicia especialmente diseñado que reconozca y amplíe las garantías del debido proceso y estipule las medidas y sanciones adecuadas para los jóvenes, promocionando su reintegración social y asumiendo una función constructiva en la sociedad.
Esta justicia especializada debe dejar atrás la idea instalada que los chicos cuando comenten un delito “entran por una puerta y salen por la otra”, sin embargo, será importante respetar las normas constitucionales y toda vez que sea posible, la privación de la libertad debe ser evitada y extendida por el menor tiempo posible. Para un adolescente en plena evolución intelectual, emocional y moral, el encierro debe ser entendido como una medida de último recurso y sólo para delitos muy graves. Y cuando esto sucede y los jóvenes son alojados en instituciones debe ser con el objetivo de lograr una inserción social positiva, que corte con el circuito que los llevó a cometer el delito.
Pero si no avanzamos en la construcción de centros o institutos, con escuelas, capacitación laboral, con máquinas y herramientas que puedan llevarse para trabajar luego, la reinserción seguirá siendo sólo una palabra vacía sin ninguna condición real para efectivizarse. En los grandes centros urbanos del país muchos Institutos se encuentran colapsados, usando las aulas como una celda porque no hay otro lugar. En muchas ocasiones, el hacinamiento que viven los chicos afuera, se reproduce de diversa manera en los institutos.
La justicia penal juvenil en Argentina debe cumplir al menos cuatro funciones: administrar justicia de forma democrática; fomentar que el joven asuma su responsabilidad sobre el delito cometido; promover su integración social favoreciendo la participación de la comunidad en ese proceso; ofrecer una diversidad de medidas socio-educativas para que la sanción penal no se trasforme en un obstáculo, sino más bien en un camino para la construcción de un futuro alejado de la delincuencia.
Más y mejores propuestas para los jóvenes
Los cambios que se produjeron en el país y la mejora en la realidad de los argentinos es algo indiscutible y esta transformación es un piso muy interesante para dar el salto en la reducción de la pobreza, sobre todo porque estamos viviendo un momento histórico único.
En el país existen tres grandes problemas: el primero, vinculado a la pobreza estructural, el segundo a la informalidad económica, en tanto el 40% de la población que trabaja lo hace de manera informal; y el tercero que tiene que ver con los adolescentes y jóvenes que tienen privaciones serias. En este contexto social y teniendo en cuenta el momento de crecimiento que vivimos, creo que sería un grave error desaprovechar la oportunidad histórica para terminar de incluir a aquellos que aún no han logrado salir adelante.
Hoy no podemos hacer programas pilotos, sino aplicar políticas masivas y para todos. Para acompañar a los y las jóvenes estoy convencido que es necesario la generación de un gran acuerdo social y la creación de un plan masivo centrado en la inclusión de los jóvenes que contenga además de aquello que ya existe (programas de becas y apoyo económico para los jóvenes), una red de tutores creíbles para los jóvenes. Esto es muy importante porque se fundamenta en la cultura y el modo de vinculación propio de los jóvenes: ellos y ellas sólo creen en los que ven cotidianamente y respetan no tanto a las instituciones como a algunas personas específicas en las que saben que pueden confiar, por ejemplo, una maestra abierta y accesible, un pibe del barrio, un referente vecinal, un técnico de club de barrio. Se trata de potenciar una red de tutores para los jóvenes que puedan ayudarlos a sostenerse en su tarea laboral o en la escuela. Y en este punto es esencial el rol de las organizaciones sociales, que tienen legitimidad entre los propios chicos por su trabajo en los barrios.
La tarea de la política no parece ser, precisamente, señalar con el dedo a los chicos que han cometido un delito, ni echarles la culpa de la inseguridad, sino brindarles oportunidades reales para que puedan terminar la escuela primaria y secundaria y consigan un trabajo decente. Este es un problema social cuya solución dará cuenta del país que queremos construir para los próximos años.